lunes, 3 de agosto de 2009
Recuerdos de Valencia
Publicado en El Pais de Cali
Julio 03 de 2009
Carlos Mejía Valencia
Cuando se conmemora el centenario de Guillermo León Valencia me tropiezo con un par de imborrables recuerdos juveniles que, en su hora, me parecieron heroicos. Hoy cuento uno.
Hacia 1957, la Asamblea Nacional Constituyente, Anac, en decisión imperdonable, aprobó la reelección de Gustavo Rojas Pinilla. Entretanto, la Nación se levantaba, primero en la sombra y luego de viva voz, para derrocar la dictadura. La oposición estaba dirigida por la inteligente frialdad de Alberto Lleras Camargo y el verbo ardiente de Guillermo León Valencia. Perfecta conjunción de cálculo y razón con entusiastas emociones.
Comenzaban a levantarse aquí y allá hasta los estudiantes muertos. De ellos Cali había puesto la más alta cuota. A nivel nacional, los bancos cerraron, las empresas comenzaron a andar a media marcha y muchos representantes de la Iglesia medraban con sigilo primero, pero luego desembozadamente. Bullía un volcán social. Guillermo León Valencia había venido a Cali a presidir desafiantes actos privados, porque las intervenciones públicas estaban vedadas. Lo detuvieron y le dieron por cárcel la casa de su paisano y amigo Jorge Vernaza, en el barrio Versalles.
Cuando el dictador dispuso su libertad, vino de lejos el padre Rebollo, quien fungiría como garante de que el ilustre payanés saliera directo para Bogotá y dejara de agitar unas aguas que ya estaban a punto del desbordamiento total.
Un amigo mío, casi niño, cuya familia era allegada a Rebollo, y yo, nos disfrazamos de gamines para llevarle un par de maletas al osado cura a fin de poder observar a Valencia saliendo de su reclusión domiciliaria. A esas edades inmaduras uno no sabe de límites ni riesgos y menos si va a ser testigo de un trozo de historia.
Ya en el lugar, mi amigo y yo desembozamos nuestras caras lampiñas, aupados por el temple casi heroico de Valencia, quien comenzó a caminar, con talante procero, la prominente barbilla en alto, por la Avenida 4 Norte, a través de una especie de calle de deshonor colmada de fusiles y bayonetas. Luego elevó su voz hacia la compañía del Ejército que lo vigilaba, reprimía, conducía y acechaba: “Díganle al tirano que seguiré en mi lucha hasta derrocarlo. Y como el déspota dice que sólo me reúno en clubes con oligarcas, agréguenle que me permita intervenir en unas cuantas plazas públicas y prometo derribarlo de su pedestal de barro. Los cobardes son los que llevan las botas, los alamares y las presillas mal instalados y no los que llevamos los pantalones y la virilidad bien puestos. Sépanlo ustedes y todo el país: los días de la dictadura están contados, porque entre todos recuperaremos la dignidad de nuestra democracia” (Palabras más, palabras menos). Valencia vino, vio y venció.
Sobrevino el feliz 10 de mayo de 1957, cuando Colombia, en carnaval, borró el inaudito error de haber permitido el derrocamiento de Laureano Gómez y la subsiguiente dictadura rojaspinillista. De la histeria del 13 de junio de 1953 regresamos a la historia (1957) cuando, en mucha medida gracias a Valencia, volvimos a enhebrar el hilo roto de la institucionalidad.
Hoy podemos revivir la película nacional de la época en pocas tomas: ‘la violencia’, el derrocamiento de Laureano, la dictadura de Rojas, el Frente Nacional. De este último, Valencia fue segundo presidente y como jefe de Estado reafirmó su valor, hidalguía y su obsesión por respetar y hacer respetar nuestras instituciones democráticas. Durante su mandato temblaron los corruptos y los insurgentes.
Julio 03 de 2009
Carlos Mejía Valencia
Cuando se conmemora el centenario de Guillermo León Valencia me tropiezo con un par de imborrables recuerdos juveniles que, en su hora, me parecieron heroicos. Hoy cuento uno.
Hacia 1957, la Asamblea Nacional Constituyente, Anac, en decisión imperdonable, aprobó la reelección de Gustavo Rojas Pinilla. Entretanto, la Nación se levantaba, primero en la sombra y luego de viva voz, para derrocar la dictadura. La oposición estaba dirigida por la inteligente frialdad de Alberto Lleras Camargo y el verbo ardiente de Guillermo León Valencia. Perfecta conjunción de cálculo y razón con entusiastas emociones.
Comenzaban a levantarse aquí y allá hasta los estudiantes muertos. De ellos Cali había puesto la más alta cuota. A nivel nacional, los bancos cerraron, las empresas comenzaron a andar a media marcha y muchos representantes de la Iglesia medraban con sigilo primero, pero luego desembozadamente. Bullía un volcán social. Guillermo León Valencia había venido a Cali a presidir desafiantes actos privados, porque las intervenciones públicas estaban vedadas. Lo detuvieron y le dieron por cárcel la casa de su paisano y amigo Jorge Vernaza, en el barrio Versalles.
Cuando el dictador dispuso su libertad, vino de lejos el padre Rebollo, quien fungiría como garante de que el ilustre payanés saliera directo para Bogotá y dejara de agitar unas aguas que ya estaban a punto del desbordamiento total.
Un amigo mío, casi niño, cuya familia era allegada a Rebollo, y yo, nos disfrazamos de gamines para llevarle un par de maletas al osado cura a fin de poder observar a Valencia saliendo de su reclusión domiciliaria. A esas edades inmaduras uno no sabe de límites ni riesgos y menos si va a ser testigo de un trozo de historia.
Ya en el lugar, mi amigo y yo desembozamos nuestras caras lampiñas, aupados por el temple casi heroico de Valencia, quien comenzó a caminar, con talante procero, la prominente barbilla en alto, por la Avenida 4 Norte, a través de una especie de calle de deshonor colmada de fusiles y bayonetas. Luego elevó su voz hacia la compañía del Ejército que lo vigilaba, reprimía, conducía y acechaba: “Díganle al tirano que seguiré en mi lucha hasta derrocarlo. Y como el déspota dice que sólo me reúno en clubes con oligarcas, agréguenle que me permita intervenir en unas cuantas plazas públicas y prometo derribarlo de su pedestal de barro. Los cobardes son los que llevan las botas, los alamares y las presillas mal instalados y no los que llevamos los pantalones y la virilidad bien puestos. Sépanlo ustedes y todo el país: los días de la dictadura están contados, porque entre todos recuperaremos la dignidad de nuestra democracia” (Palabras más, palabras menos). Valencia vino, vio y venció.
Sobrevino el feliz 10 de mayo de 1957, cuando Colombia, en carnaval, borró el inaudito error de haber permitido el derrocamiento de Laureano Gómez y la subsiguiente dictadura rojaspinillista. De la histeria del 13 de junio de 1953 regresamos a la historia (1957) cuando, en mucha medida gracias a Valencia, volvimos a enhebrar el hilo roto de la institucionalidad.
Hoy podemos revivir la película nacional de la época en pocas tomas: ‘la violencia’, el derrocamiento de Laureano, la dictadura de Rojas, el Frente Nacional. De este último, Valencia fue segundo presidente y como jefe de Estado reafirmó su valor, hidalguía y su obsesión por respetar y hacer respetar nuestras instituciones democráticas. Durante su mandato temblaron los corruptos y los insurgentes.
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